Donde hay una cama, hay un cuerpo. Aquélla nunca está vacía. Alguien sueña y se encuentra con todos los que soñaron ahí alguna vez. Invisibles son aún las huellas que va pisando el caminante. El lenguaje onírico disuelve la polaridad y cruza la frontera entre el sujeto y la realidad circundante. Esta última se apropia del individuo sensible, alimentándolo por medio de una comunicación morfogenética, poniéndole un lenguaje desconocido en sus labios, con el que éste se consagra.
Por algo Loreto González indaga en una iconografía proveniente de un mestizaje temporal cuya mirada secreta y sincrética transforma la dimensión arquetípica en jeroglíficos tatuados sobre las siluetas del cuerpo.